Autorretrato de artista
Por Juan Forn
Un tren está por salir de la estación de Frankfurt hacia París. El año es 1933. No es un guarda sino un oficial de la Gestapo el que revisa los boletos y documentos de los pasajeros. Cuando le llega el turno a la joven Gisèle Freund, el de la Gestapo inquiere de mala manera: “¿Judía?”. Con asombrosa sangre fría, la jovencita contesta: “¿Conoce alguna judía que se llame Gisèle?”. Así fue como zafó de los nazis y llegó a París. Su propósito era terminar allá la carrera de Sociología que en Alemania le habían prohibido continuar, pero una segunda casualidad volvió a redefinir su destino. Su pasatiempo era sacar fotos con una Leica que le había regalado su padre y, con el último rollo que había traído consigo de Alemania, retrató en sus primeros días en París el rescate del cuerpo de una suicida que se había arrojado al Sena. Un diario vespertino le compró la foto por lo impúdica que era. “Sólo un aficionado pudo ser capaz de lograr una instantánea así”, fue el despectivo comentario del editor que le compró la foto. La segunda instantánea que vendió era una escena febril de la Bolsa de París. La imagen apareció en la misma semana en dos diarios diferentes, uno belga y otro alemán. En el diario belga con la leyenda: “Las acciones en la Bolsa francesa alcanzan un precio fabuloso”. El alemán, en cambio, decía: “Pánico en la Bolsa de París, consecuencia de la especulación judía”.
Si la autobiografía de un fotógrafo está en sus imágenes, la vida de Gisèle Freund está signada por esta clase de equívocos y casualidades. Sus fotos más conocidas son retratos de escritores y artistas pero, vistos hoy, casi todos ellos son asombrosamente poco expresivos si se los compara con los que realizaron en la misma época sus colegas Cartier-Bresson y Brassai. Se la considera una pionera del rubro porque fue la primera en hacer retratos en color, pero para hacerlo debía utilizar materiales Agfa venidos de Alemania, en una época en que dedicaba sus mayores desvelos a denunciar y combatir el régimen del que había huido. En 1939 viajó a los Vosgos con el encargo de demostrar que los habitantes de la región querían que Francia se alzase contra Alemania e impidiese la invasión. Sus imágenes en cambio mostraban las consecuencias de la Primera Guerra más de veinte años después: los bosques arrasados por los obuses en 1918 seguían sin recuperar su aspecto normal y alzaban sus raquíticas ramas hacia el cielo con muda desesperanza, las infinitas cruces de madera blanca en los cementerios que, con su uniformidad, eran la contracara flagrante de la manera en que se van acomodando de a uno los muertos en los camposantos en tiempos de paz.
No fueron estas fotos sino sus retratos de escritores los que llamaron la atención de Victoria Ocampo, quien la invitó a la Argentina pocas semanas antes de que los nazis llegaran a París. Su llegada al puerto de Buenos Aires produjo el primer equívoco. Cuando el funcionario de Aduana le preguntó nacionalidad y profesión, ella contestó “artista francesa” (por temor a ser rechazada si decía que era alemana) y el funcionario la registró como prostituta, porque así (“artista francesa”) se definían todas las profesionales del sexo que venían a probar suerte a nuestro país. El propósito inicial de su viaje era registrar a los miembros del grupo Sur, y agotó pronto esa tarea. Así que se fue a recorrer la Patagonia, Tierra del Fuego y el sur chileno, y a la vuelta aceptó un encargo de la revista Life para fotografiar a la flamante Primera Dama argentina, que tanto daba que hablar al mundo con su cruzada en defensa de los desposeídos. A pesar de la desconfianza de Perón, Evita aceptó que la Freund la fotografiara en la residencia presidencial antes de partir a una velada de gala. En sus memorias, Freund cuenta que le dijo: “Quisiera ver sus vestidos. Me han hablado tanto de ellos” (y uno no puede evitar imaginar a Victoria Ocampo detrás de esa frase porque páginas antes, al referirse al Río de la Plata, Freund dice que sus aguas eran marrones en La Boca y Avellaneda y plateadas en las Barrancas de San Isidro, donde se alza hasta el día de hoy Villa Ocampo).
La cuestión es que Freund logra despertar la complicidad femenina con Evita, quien la lleva a su guardarropa y se deja fotografiar junto a su colección de abrigos de piel, su gabinete con más de cien sombreros y frente a la enorme caja fuerte que hacía de alhajero. Sospechando que tiene en sus manos un material inflamable, Freund vuela a Nueva York al día siguiente de hacer las fotos. Su pálpito era correcto: cuando la revista Life publica las fotos (intercalando escenas de Evita trabajando en la Fundación y recorriendo barrios pobres, con imágenes de su fastuoso vestuario), Freund es declarada persona non grata, no sólo en la Argentina sino también para el Departamento de Estado norteamericano. De hecho, ése es el verdadero motivo de su expulsión de Estados Unidos, aunque la leyenda dice que fue la caza de brujas macartista. Para entonces, Freund era la única mujer de la agencia fotográfica Magnum, fundada poco antes por Robert Capa y Cartier-Bresson. La leyenda dice que, cuando la echaron de EE.UU. por roja, Capa le pidió la renuncia para salvar a la agencia. Pero el siguiente trabajo que aceptó Freund, en aquellos tiempos de Guerra Fría, fue un encargo de la Fuerza Aérea Canadiense para una campaña de captación de voluntarios (el lema era: “Enrólese y conozca el mundo”), cuyas fotos debían hacerse en una base canadiense en la Alemania ocupada.
Era la primera vez que Freund pisaba su país natal en veinticuatro años. Estuvo una semana sacando bobas instantáneas de soldados sonrientes y después se fue a Berlín. Era el año 1957: los trabajos de reconstrucción de la ciudad ya estaban avanzados, pero convivían con las consecuencias todavía visibles de los bombardeos. En las alucinantes imágenes de Freund se ven los escombros de los bombardeos mezclados con los escombros de las obras en construcción, el nuevo neón en las calles iluminando el cruce de ancianos, que parecen salidos de otra época con mujeres jóvenes que empujan modernos cochecitos de bebés. La extrañeza que le produce a un berlinés actual esa ciudad fugaz, posterior a la guerra pero pronta a ser drásticamente redefinida por la construcción del Muro, y por el Milagro Económico posterior, y por la caída del Muro después, es la que sentía Freund cuando superponía lo que veía por el visor de su máquina al Berlín que había conocido. De todos los retratos de artistas que hizo Gisèle Freund en su vida, ése me parece de lejos el mejor. Es un autorretrato, uno de los mejores autorretratos que conozco.
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