Por Diana Cohen Agrest
Para LA NACION - Buenos Aires, 2009
Si hay una fábula harto conocida es la de la zorra y las uvas, y seguramente lo es porque el autoengaño es una estrategia inescindible de la condición humana. Quien más, quien menos, todos solemos encontrar un consuelo en este dudoso recurso: una zorra hambrienta va en busca de comida cuando divisa una parra con tentadoras uvas. Se aproxima a la vid y comienza a saltar infructuosamente hacia los racimos. Por más que se esfuerza, no logra llegar a los apetecidos frutos. Finalmente, renuncia a la empresa, no sin antes exclamar: "No valen la pena, todavía están muy verdes".
¿Cómo disolver la tensión entre el deseo y la realidad que se nos impone? ¿Acaso estrategias semejantes no suelen ser las terapias más eficaces para el fracaso, la desilusión y la melancolía? Pero de ser así ¿dónde terminan nuestros sueños y fantasías y dónde comienza el autoengaño?
Parecidos de familia
Parecen lo mismo pero no lo son. Mientras que la mentira es una estrategia discursiva que consiste en pronunciar declaraciones falsas, el engaño es el acto -que puede valerse de la mentira- donde, con toda intención, se induce a creer una cosa en lugar de otra. No es lo mismo la retórica tan mentirosa como circunstancial coloquialmente conocida como "hacer el verso" que el acto de engañar de Juan, un simulador que, con la estrategia propia de un ajedrecista avezado, logra persuadir a la crédula Camila de que ella es el gran amor de su vida y la futura madre de sus (únicos) hijos, omitiendo que su esposa y sus cuatro vástagos lo esperan todas las noches para cenar. Pero los parecidos de familia no terminan aquí.
Siempre se pensó que el autoengaño era una ligera variante del engaño a secas. Pero no bien reflexionamos sobre uno y otro, descubrimos que el primero supone un paso más: alguien se engaña a sí mismo toda vez que se autoconvence de algo cuando sabe que las cosas no son como cree que son. Volvamos una vez más a Juan. Concedámosle el beneficio de la duda, suponiendo entonces que no es un vulgar simulador sino que, en verdad, se autoengaña. De ser ése el caso, en su rol de engañado debe de estar convencido de que abandonará a su mujer mientras que en su rol de engañador sabe que no lo hará.
Esa duplicidad repetida en otros gestos, tan nuestros que apenas con suerte (y dolor) nos damos cuenta de su poder nos revela una paradoja: ¿cómo es posible creer, al mismo tiempo, dos cosas incompatibles entre sí? Si creer una afirmación y su negación es un estado mental lógicamente contradictorio, entonces el autoengaño parece imposible. Y de hecho, puedo no creer en ese artificio. Pero como se dice de las brujas, podemos decirlo del autoengaño: que lo hay, lo hay.
No es la única falacia, pues en cuanto examinamos los resortes que operan en ese mecanismo psíquico, descubrimos una paradoja más: en el rol de engañado, la estrategia no puede ser conocida para que ésta sea eficaz; mientras que en el rol de engañador, se debe reconocer el engaño. Pero desde el momento que en mi fuero íntimo reconozco mi intención ¿cómo podría ser yo engañado por mi propia voluntad de simulación? Si sabemos que una estrategia es engañosa, entonces el autoengaño, una vez más, parece imposible.
Puesto que semejantes laberintos violentan el sentido común el mismo que nos muestra una y otra vez que el autoengaño no sólo es posible, sino que gran parte de nuestras creencias se construyen sobre ese cimiento sólo en apariencia endeble, lúcidos pensadores buscaron desarticular ese entramado existencial.
En el intento por resolver esos rompecabezas, algunos calificaron todo engaño autoinducido como intencional: forzosamente, uno se engaña a sabiendas de que se está engañando. Pero para admitir la realidad del autoengaño, fue necesario postular un yo escindido que operaría en un antes y un después, acaso remedando a Neruda, desdiciéndose en un mismo gesto en su "ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero".
El engaño autoinducido llevado a cabo con intención también puede apelar a la memoria fallida toda vez que, con el correr de los días, el autoengañador perseverante no sólo olvida los acontecimientos pasados sino hasta su intención originaria de inducirse al error. Imaginemos un funcionario corrupto que sustituye un registro comprometedor con un registro falseado que lo liberará de toda sospecha. Imaginemos, además, que lo hace confiado en que, con el correr del tiempo, habrá borrado toda huella de la adulteración ya no de los registros, sino de la intimidad de su conciencia. Imaginemos, por último, que justicia ¿divina? mediante (recuérdese que sólo se trata de un experimento imaginario), finalmente es investigado. A esa altura de los acontecimientos, y tal como lo previó, el funcionario habrá olvidado no sólo la falsificación del registro sino hasta la manipulación de sus recuerdos, sintiéndose tan incorruptible como carmelita descalza. Ni siquiera es necesario que sostenga simultáneamente creencias contradictorias: la degradación natural de la memoria, incluso cierta tendencia natural a creer aquello que se quiere creer, surten el efecto de que una (auto) mentira reiterada termina por asemejarse a la verdad (la tristemente célebre fórmula de Goebbels: "miente, miente, miente, que algo quedará").
Sin esa dosis de cinismo, el autoengaño puede ser la quintaesencia de la distorsión de la realidad parasitaria de las conductas adictivas: la joven anoréxica viéndose obesa en el espejo. O el alcohólico obstinado negándose a reconocer que su afición es su perdición. Otro escenario propicio al autoengaño es aquel donde se materializa con creces el poder ilusorio de las falsas expectativas: la apuesta reiterada en los casinos se refuerza con cierta fantasía de ganar que hunde sus raíces en una confianza ciega en que la suerte es una amiga fiel que, simplemente, se hace desear. No sólo las maquinas slot con sus porcentajes fijos de pago están construidas en respuesta a esta ley psicofísica. También el "hacer bingo", salvo fortuitas excepciones, es un horizonte en retirada que, cuando está a punto de ser alcanzado, se renueva como promesa transitoriamente postergada.
La explicación del autoengaño a partir de actos intencionales que suponen cierta escisión temporal entre un yo engañador y otro engañado operando diacrónicamente uno antes y otro después, no es la única posible. Otra explicación, tal vez la más difundida, elimina el carácter intencional aunque conserva cierta escisión en el interior de la conciencia. Dado que, en palabras de Freud, "sólo vemos lo que queremos ver", el fundador del psicoanálisis sostuvo que, con el fin de sortear el dolor, el yo instaura en su psiquis, disociándose, ciertos mecanismos de defensa inconscientes de negación. Y valiéndose de ciertas maniobras defensivas, logra ocultar ante sí mismo los contenidos censurados, alojándolos y, como tal, neutralizándolos, en un espacio recóndito de su aparato psíquico.
La mala fe
En El ser y la nada , Jean-Paul Sartre acusaría a la teoría freudiana de defender un determinismo que postula la existencia de procesos inconscientes que explicarían el autoengaño. En lugar de la dualidad diacrónica del engañador y del engañado, el psicoanálisis, piensa Sartre, postula una ficción sincrónica de "una mentira sin mentiroso". Y dándole un giro a la explicación freudiana, el filósofo existencialista alude a la libertad, a esa condición que hace del ser humano, el único "condenado a elegir". Sartre denomina al autoengaño, la mala fe. Y la mala fe es un antídoto inauténtico, la huída cobarde frente a la responsabilidad de tener que jugarse por los valores según los cuales uno podría elegir vivir.
Sartre nos muestra la mala fe en una escena donde una mujer simula ignorar las insinuaciones sexuales de su acompañante porque teme romper el hechizo del juego de la seducción. Hasta parece no advertir cuando el seductor toma su mano. Disociada de su corporalidad, en ese instante la mujer se siente "puro espíritu". Ella "sabe muy bien las intenciones del hombre", nos advierte Sartre, "también sabe que tendrá que tomar una decisión tarde o temprano". Pero se resiste a decidir, ocultándose a sí misma los objetivos de su acompañante. Y pretendiendo desconocer su propio deseo, la mujer posterga el momento de la decisión, interrogándose una y otra vez: ¿qué quiere hacer con su cuerpo? ¿abandonarse a su deseo transitoriamente eclipsado y tener sexo? ¿o antes bien no ceder a las insinuaciones del seductor? Estas dudas, concluye Sartre, no son sino un ejercicio de la mala fe, porque la mujer hace uso de su libertad como de una excusa con la cual evade su responsabilidad de tener que elegir.
Sartre nos presenta una segunda figura de la mala fe, encarnada esta vez en un mozo de café que juega a ser mozo de café con el fin de persuadirse a sí mismo de que su existencia se reduce, precisamente, a ser mozo de café, cumpliendo con el papel con el que los otros y la sociedad lo han investido: el pobre diablo que barre a las cuatro de la mañana el local es el mismo que apenas un par de horas más tarde se engalana con chaleco de un blanco purísimo y moño de satén, luciendo su sonrisa inalterable ante la clientela. Como en un juego de rol, el mozo de café se abandona a la impostura para poder ser lo único que cree poder ser: su actitud servil, su complacencia excesiva, sus gestos sospechosamente redundantes, no son más que un ritual que lo definen y confirman en lo que cree que debe y sólo puede ser.
A través de estas ilustraciones, Sartre aspira a mostrar que ni siquiera hace falta apelar a la estrategia del psicoanálisis para mostrar que la tiranía del deseo o la fuerza de las emociones condicionan nuestras creencias, ya que es posible creer y, conscientemente, descreer de la misma cosa. En lugar de mecanismos inconscientes, Sartre postula una atención selectiva que incorpora los aspectos de la realidad que se integran en el sistema de creencias aprobado por la conciencia y hace a un lado aquellos aspectos que la misma conciencia censura. La mujer es una buena ilustración: "Dado que la mujer conoce las intenciones" de su interlocutor, continúa Sartre, ella hace uso de este saber para prestar atención sólo a "lo discreto y respetuoso de la actitud de su acompañante", relegando la conciencia que ella tiene de su propio saber.
Pero su peso existencial, al fin de cuentas, radica en que el autoengaño pone en juego, nada más y nada menos, aquello que somos. Estrategia privilegiada ejercida en el campo de la conciencia, sin ese mecanismo de autoprotección podríamos ser condenados a revivir infinitamente los recuerdos más intolerables. No sólo puede ser la expresión de la renuncia a confrontarnos con un pasado traumático, sino también de la huida ante una realidad angustiante presente, cuando no de disociarnos de proyectos sumidos en el autorreproche pero que deseamos continuar, y hasta perseveramos en ellos.
Si prefiero detenerme deliberadamente en un período de la vida, negándome a admitir todo lo que luego cambié, me digo: "Soy lo que fui". Pero puedo barajar y dar de nuevo, confiado en que el naipe exculpatorio del "no soy lo que fui" podrá ser exhibido triunfalmente cuando me desolidarizo de mi pasado, insistiendo en mi recreación perpetua. Sin embargo, en nuestro descargo, sugiere Sartre, más que una patología o un vicio de carácter, y al igual que la vigilia o el sueño, la mala fe es un modo de ser en el mundo.
Creérsela
Toda vez que, a fuerza de repetir una y otra vez un mismo papel, se es incapaz de discriminar entre el rol y lo que se es, se dice de alguien que "se lo comió" el personaje, que "se lo creyó". Esta jerga se aplica igualmente a otro espécimen, del que solemos decir que "se la cree" cuando asume cierto rol que raya en la presunción. Esa creencia ilusoria lo vuelve tan vulnerable que, en palabras de Rudyard Kipling, es incapaz de enfrentarse con "el triunfo y el fracaso y tratar a estos dos impostores de la misma manera".
Se dirá que todos los seres humanos simulamos cierto rol socialmente admitido, desempeñando un papel del que podemos estar o no convencidos. Lo hacemos en una primera cita amorosa en la que construimos un relato autocomplaciente, a sabiendas de que, abusando de nuestro imaginario, podemos mostrar lo que nos gustaría ser. Y hasta los epitafios suelen grabar en piedra un autoengaño. En una entrevista en una ronda de selección de personal, el entrevistado tratará de autopersuadirse de que es el candidato apropiado. Intentará controlar la totalidad del mensaje: sus facciones del rostro, sus palabras, sus tonos vocales, sus gestos sospechosamente mesurados. Sin embargo, cuanto más se juega en un escenario, más se comprueba el llamado "efecto debilitante de la motivación", el que alcanza su punto máximo en las personas con un bajo nivel de seguridad. Pese a sus palabras cuidadosamente elegidas, los gestos de la cara y de las manos pueden traicionarlo.
Muchos hacen de la inautenticidad un estilo de vida. Otros apenas un mecanismo salvador para defenderse de la crueldad del mundo. Pero, en algún momento, todos tenemos algo de impostores. Aunque fabulando para los otros, corremos el riesgo de terminar por creer nuestra propia fabulación.
Amor, ilusorio amor
Tal vez las redes del amor sean un observatorio privilegiado para comprender los vaivenes de las trampas del yo. Mientras algunas de las figuras del autoengaño suelen nacer del deseo de creer algo, otras se forjan cuando se teme que una sospecha se confirme, mostrando impunemente lo que nos resistimos a admitir.
En el ya clásico film de Woody Allen, Hannah y sus hermanas , el personaje que presta su nombre al título es una actriz exitosa, casada con un rico empresario y madre ejemplar, la misma que asiste a sus hermanas menos afortunadas y distantes de todo glamour. La vida de Hannah, instalada en el equilibrio y la perfección, se quiebra repentinamente cuando su marido se enamora y es correspondido por una de ellas. Hannah se niega a creer en el affaire . Y una vez enfrentada a una prueba tras otra, sólo es capaz de sospechar, vagamente, que se avecinan acontecimientos tan pavorosos, tan devastadores que se cuida de descubrirlos.
Un resorte inverso opera en el Otelo shakespeariano, quien acusa injustamente a su amada Desdémona de haberle sido infiel. Pero mientras Hannah se resiste a creer una infidelidad real y Otelo insiste en creer una traición imaginaria, una y otro padecen mancomunados por sus propios límites.
El personaje de la literatura que tal vez encarne el autoengaño de modo más acabado, y con entrañable candidez, es la de Madame Bovary. Su romanticismo exacerbado y pueril la lleva a creer que, tras las metáforas que expresan la condición amatoria, se oculta algo así como una realidad absoluta (el Amor), objeto digno de ser enaltecido por su retórica pasional. La afirmación de La Rochefoucauld, "algunos no se enamorarían de no haber oído hablar antes del amor", ilustra con ironía que hasta ese sentimiento, paradigmáticamente irracional, debe su existencia a un entramado discursivo, obra de cierta retórica que construye y agota el objeto amoroso construido imaginariamente.
No sólo Emma Bovary cree en el personaje que ella misma imaginariamente se inventó, burda imitación de las heroínas literarias. Incluso en otros escenarios que poco o nada tienen que ver con las equívocas redes del amor, la estupidez humana son las aguas del río donde solemos bañarnos cada día. Ese rasgo tan humano es el talón de Aquiles al que apunta la publicidad que nos promete un mundo tan suntuario como inalcanzable. Apenas uno de los tantos simulacros que revelan que somos ciudadanos de un mundo donde nada es lo que nos hacen creer que es.
La mentira vital
La fábula de la zorra muestra que el mundo no es un horizonte al que observamos, imperturbables, desde la perspectiva de un observador imparcial. Lejos de toda neutralidad, nos altera psíquica y fisiológicamente. Y a modo de respuesta, en el autoengaño nos valemos de las emociones para teñir mágicamente esa realidad: una vez que la zorra se convence de que no podrá gozar de esas uvas, espontáneamente las descalifica. Y como no es posible modificarlas químicamente, les confiere mágicamente una nueva cualidad que alivia su insatisfacción. Así resuelve el conflicto y anula esa tensión entre su deseo y la realidad, sustituyendo la cualidad de deseables por una nueva cualidad, la de inmaduras. Se trata, ni más ni menos, de una transformación mágica porque nada ha cambiado (las uvas siguen siendo las mismas), si bien el cambio ha sido inmediato y realizado en el círculo de la conciencia.
La zorra nos enseña sólo una de las caras del autoengaño, un rostro misericordioso que se vale de una artimaña compensatoria por momentos esencial para sobrevivir. Las uvas en la fábula, incluso, funcionan como una especie de placebo natural. Una figura semejante es la llamada "mentira vital", herramienta que puede ayudar a la recuperación del enfermo o a soslayar, ante la proximidad de la muerte, la desesperanza.
¿Acaso la negación, otra de las figuras predilectas en las que suele encarnarse el autoengaño, no es un placebo natural, según se comprobó en las recidivas o en tiempos de sobrevida en investigaciones en pacientes con cáncer? Los médicos descubrieron que tras recibir la noticia de su muerte inminente, un número sorprendente de pacientes no recuerda haber recibido dichas noticias apenas transcurridos unos días. Enfrentados con una ansiedad intolerable, bloquean la información, en un intento de correrse de la escena omnipresente. Otros creen que ese bloqueo es, simplemente, un reflejo transitorio que les permite ganar tiempo para juntar fuerzas y comenzar a aceptar su destino.
Cuando esas figuras de la evasión ya no sólo filtran sino que bloquean la información necesaria, cuando no son más transitorias sino que se fijan de forma permanente, esquivando un peligro que podría ser evitado o aliviado, esas figuras de la evasión pueden producir un daño irreparable.
La medicalización de las problemáticas existenciales y la búsqueda de soluciones inmediatas a los dolores humanos condujeron a que la biotecnología se ocupara de un nuevo desafío: investigar la posibilidad de provocar una amnesia selectiva casi a gusto del consumidor. Y los resultados del estudio experimental parecen ser tan benignos como temibles. En pruebas de laboratorio se probó que una dosis de un novedoso compuesto químico llamado ZIP, aplicado en el cerebro de las ratas, elimina cualquier recuerdo con más eficacia que el paso natural del tiempo. Se estima que con esa molécula se podrían borrar procedimientos motores o hábitos instintivos. Y en los humanos (animales algo más complejos que las ratas), hasta conocimientos geométricos, algo útil si el teorema de Tales, pongamos por caso, fuese parte de un extraño acontecimiento traumático (¿quién conoce, al fin y al cabo, las profundidades del inconsciente o el poder de la mala fe?). Más que una simple molécula, promete ser un dispositivo a voluntad, certero y tenaz, para borrar los recuerdos o, cuando menos, para alterarlos a nuestro antojo. Pero por el momento, para el común de los mortales, esa asistencia programada parece un recurso de ciencia ficción.
Jano emocional
Jano emocional, el autoengaño presenta otro rostro menos compasivo. Esta forma de autoindulgencia puede tornarnos extraños ante nosotros, cegados e incapaces de ver nuestras fallas, incluso procurándonos más y más excusas que silencian nuestras conciencias. Principio activo en la retórica de la justificación, con él se intenta ocultar las propias culpas, cuando no de convencer al otro y convertirlo en cómplice. Y en su rostro más perverso, es un mecanismo absolutamente despreciable toda vez que revela una falta de autodominio que induce cierto desconocimiento de las obligaciones morales, de las circunstancias y de las probables consecuencias de nuestras acciones en las vidas de los otros.
Sisela Bok, en Secrets. On the Ethics of Concealment and Revelation , declara que el recurso del inconsciente, la mala fe, la negación o la mentira vital son metáforas imprescindibles en el camino del reconocimiento de lo ocultado. Pero, observa, "el peligro sobreviene cuando comenzamos a tomarlas por explicaciones. Como metáforas, nos ayudan a ver las paradojas de la dificultad humana de percibir y reaccionar; como explicaciones de cómo se superan estas paradojas, hacen que la comprensión entre en cortocircuito y se vuelven engañosas en su propio sentido -un modo más en el que evitamos tratar de comprender la complejidad que subyace tras nuestra experiencia de la paradoja".
¿Ardid o consuelo?
Es cierto que el autoengaño es una sombra solícita y generosa que se ofrece seductoramente a una constante y perpetua evasión. Pues quiérase o no, compañía incómoda si la hay, lo sabido sin saberse persevera como murmullo interior. O peor aun: como motor que reverbera, corroyendo una y otra vez, oculto, la conciencia. Pero esa sombra también puede ser la mensajera de cierto alivio que dulcifica la existencia humana, atravesada por condiciones ineludiblemente segadas por el dolor y la castración.
El pasado es tan irreversible, como frágil parece ser la memoria.
Y mal que nos pese, continuaremos intentando modificar el mundo, como la zorra, para hacerlo más soportable.
El autoengaño: artificio o defensa. Trampa o bendición. Ardid o consuelo. ¿Acaso se puede vivir sin él?
sábado, 10 de octubre de 2009
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